Desde hace algunos días estoy leyendo un libro que me está encantando, se trata de “Kafka en la orilla”, de Haruki Murakami. Hace ya bastante tiempo que me recomendaron a este autor, sobre todo su “Tokio Blues”, pero hasta ahora no había tenido la ocasión de leerle y debo reconocer que me ha sorprendido gratamente.
La forma de escribir de Murakami es muy personal, desde el principio te atrapa porque con sus palabras crea una atmósfera que oscila entre lo real y lo onírico. En “Kafka en la orilla” se entremezclan dos historias convergentes, aderezadas por otras muchas que las complementan. No es un libro de lectura fácil, no por el estilo literario o por la complejidad de las palabras, sino por el contenido, cada una de esas pequeñas historias te llevan a un punto de reflexión- No es una de esas novelas que lees de tirón en una sentada, al contrario, requiere tiempo, un tiempo en el que disfrutas de la lectura y de todo lo que evoca.
Os dejo un pequeño fragmento que he releído un montón de veces porque a mí, personalmente me ha entusiasmado, lo veo como un círculo perfecto en el que todas las palabras te van llevando a un sinfín de sensaciones. Espero que lo disfrutéis tanto como yo.
A las dos le llevo el café en una bandeja a la señora Saeki. Está sentada ante la mesa de su estudio en el primer piso. La puerta permanece abierta. Sobre la mesa descansa la pluma estilográfica junto a algunas hojas de papel de borrador, como de costumbre. La pluma tiene el capuchón puesto. Con ambas manos sobre la mesa, la señora Saeki observa algún punto en el espacio. No mira nada. Sólo contempla un lugar que no existe. Parece algo cansada. A sus espaldas, la ventana está abierta de par en par, el vientecillo de principios de verano hace danzar las blancas cortinas de encaje. Esta escena recuerda un cuadro alegórico bellamente pintado.
-Gracias –me dice cuando le dejo el café sobre la mesa.
-Parece cansada.
Ella asiente.
-Sí. Debo parecer más vieja cuando estoy cansada.
-En absoluto. Se la ve a usted tan maravillosa como siempre –le digo con sinceridad.
La señora Saeki sonríe.
-Para ser tan joven, sabes cómo tratar a las mujeres.
Me ruborizo.
La señora Saeki me señala una silla. Es la misma en la que me senté ayer, se encuentra exactamente en el mismo lugar. Tomo asiento.
-Yo me canso a menudo. Supongo que tú no.
-No, no mucho.
-No, claro. Yo tampoco me cansaba a los quince años.
La señora Saeki coge la taza de café y toma un sorbo con calma.
-Tamura, ¿qué ves al otro lado de la ventana?
Miro hacia fuera, detrás de ella.
-Árboles, el cielo, las nubes. También se ven unos pájaros posados en las ramas de los árboles.
-O sea, una escena normal que podrías ver en cualquier parte.
-Sí
-Pero si de pronto supieras que mañana ya no podrías volver a contemplarla, esta escena se convertiría en algo precioso, en algo especial, ¿no es cierto?
-Supongo que sí.
-¿Has pensado alguna vez de ese modo?
-Sí.
La señora Saeki pone cara de extrañeza.
-¿Cuándo?
-Cuando me enamoro –digo.
La señora Saeki sonríe débilmente, Su sonrisa permanece unos instantes asomando en las comisuras de sus labios. Me trae a la memoria el agua que, tras regar una mañana de verano, permanece sin evaporarse en una pequeña concavidad.
-¿Tú estás enamorado? –quiere saber.
-Sí.
-O sea, que su rostro y su figura son para ti, día tras día, cada vez que la ves, algo precioso, algo especial.
-Sí. Porque puedo perderla en cualquier instante.
La señora Saeki se me queda mirando. No queda rastro de la sonrisa en sus labios.
-Imagina un pájaro posado en una rama delgada –dice-. La rama oscila fuertemente al viento. Y, a cada ráfaga, el campo visual del pájaro, a su vez, va fluctuando. ¿No es así?
Asiento.
-¿Y, cuando esto sucede, cómo crees que el pájaro estabiliza su campo visual?
Sacudo la cabeza.
-No lo sé.
-El pájaro sube y baja la cabeza y se ajusta a la oscilación de la rama. La próxima vez que sople un viento fuerte observa bien a los pájaros. Yo me paso mucho tiempo mirando por la ventana. ¿No te parece que tiene que ser agotadora una vida así? Vivir moviendo el cuello a cada oscilación de la rama en la que estás posado. Pero los pájaros están acostumbrados. Para ellos eso es lo más natural. Pueden hacerlo sin ser conscientes de ello. Por eso no les resulta tan cansado como nos parece a nosotros. Pero yo soy un ser humano y, a veces, me canso.
-¿Está usted posada en una rama?
-Según como lo mires –dice-. Y, a veces, sopla un viento fuerte.
Deposita la tacita en el plato y le quita el capuchón a la estilográfica. Es hora de retirarse. Me levanto de la silla.