Llevo todo el día pensando sobre qué escribir hoy, hoy es de esos días que necesito escribir. Había pensado escribir sobre la resaca del fin de fiestas, sobre el amor (un tema que siempre me ronda), sobre aquel músico que destrozaba en el metro una canción (que no puedo recordar de quién es, maldito Alzheimer…) cuando hoy regresaba de respirar sal en la orilla del mar, sobre el otoño que inevitablemente ya está aquí, sobre los desencuentros y las no-coincidencias, explicaros un cuento que tengo perfilado en mi imaginación… Al final, me he decidido a contaros la fábula que acaban de explicarme hace un rato, desconozco el autor, yo se lo debo a alguien muy especial para mí… tú sabes a quién me refiero, disculpa que te haya robado la idea…Dos monjes de cierta orden religiosa iban caminando, uno de ellos era joven y el otro viejo. Su orden, como no podía ser menos, tenía una serie de preceptos de obligado cumplimiento, el más importante, que no podían, bajo ningún concepto, tocar a una mujer.
De repente los monjes llegaron a la orilla de un río, allí había una mujer, vieja y fea, a la que sus mermadas fuerzas le impedían realizar la travesía. El monje viejo no se lo pensó dos veces, hizo que la mujer se subiera a su espalda, la ayudo a cruzar el río y, cuando llegaron a la otra orilla, la dejó en el suelo.
Los monjes siguieron su camino en silencio, después de un buen rato, el monje joven dijo:
-Maestro, nuestra disciplina prohíbe entrar en contacto físico con una mujer, pero vos habéis hecho caso omiso a esa prohibición, habéis cometido un pecado.
-Hijo –respondió el otro monje- yo hace rato que dejé a esa mujer, pero tú todavía la llevas contigo…
Ésta es la fábula de los dos monjes, él que quiera oír, que oiga… Yo estoy intentando hacerlo…













