La Semana Santa de este año me ha traído un viaje que deseaba realizar desde hacia mucho tiempo. Hace cuatro años inicié, con otro viaje a Bilbao, una larga aventura por un laberinto entre luces y sombras, más sombras que luces, que no sabia a dónde me iba a conducir (y al que, aunque sigo sin saberlo, cada vez le veo un final más claro). No sé cómo ni porqué, pero, inconscientemente, sabía que para cerrar ese círculo, tenía que regresar a Bilbao. Han sido varias las ocasiones en las que se ha planteado la posibilidad de ese viaje y, no ha sido hasta ahora en que, fortuitamente, se han producido las circunstancias adecuadas para que se pudiera realizar. Así es que, en la noche del 17 de marzo, me embarqué en un tren antediluviano de camino a mi destino.
Bilbao, como la mayoría de las veces que lo he visitado, me recibió con cielo gris y lluvia, pero desde bastantes kilómetros antes de llegar a la estación de Abando, el brillante verde de los prados vizcaínos iluminaba la mañana augurando el éxito de la estancia en la ciudad y proporcionándome una energía adicional que me fue acompañando durante todo el tiempo y que se recargaba cada vez que me asomaba a las ventanas de la casa de mi anfitriona, mi querida Elena, y veía el parterre de césped con el Cercis rosado, el Prunus granate y el contrapunto verde oscuro de los Cupressus como telón de fondo.
Me había propuesto visitar los mismos lugares que había visitado en mi viaje anterior, la Plaza Elíptica (Moyúa), con el hotel Carlton y la casa de las ventanas diferentes (el Palacio de Chávarri), el Casco Viejo, el Guggenheim, el Museo de Bellas Artes y el Parque Iturriza, pasear por Ercilla (engalanada en esta ocasión con las esculturas majestuosas de
"Las Meninas" de Manolo Valdés) y por la Gran Vía, viajar en tranvía por la orilla recuperada de la ría… Prácticamente pude cumplir todas mis expectativas y alguna más, con otros lugares que mis gentiles guías tuvieron a bien mostrarme, y en los que disfruté durante toda la estancia.
El mal tiempo hacía poco apetecibles los paseos al aire libre, demasiado viento, demasiada lluvia y demasiado frío que nos empujaban a resguardarnos en lugares cálidos, como las acogedoras cafeterías de la ciudad, los bares de chiquiteo y los cómodos cines, propiciando las conversaciones entre confesiones más o menos intimas y risas. Excepcionalmente, el sol quiso acompañarnos el día que fuimos a pasear por el Casco Viejo, entre pintxos de siempre y de diseño y los tradicionales pasos que se preparaban en la calle para la procesión de la tarde, haciendo todavía más agradable el paseo matutino y la comida en la Plaza Nueva.
Mención aparte merece la visita al
Guggenheim, el edifico emblemático del arquitecto americano Frank O. Gehry, y las exposiciones que exhibía en esta ocasión, “
Cosas del Surrealismo” y “
Art in USA”, sobre todo la primera que nos permitió ponernos en contacto directo con obras de Dalí, Magritte, Miró, Picasso, etc. Un placer el recorrido lúdico entre el laberinto, en ocasiones opresivo, de “
La Materia del Tiempo”, de Richard Serra, el poder degustar el arte de una obra que era una montaña de caramelos de regaliz más allá de la exposición (en estos momentos me estoy comiendo uno de ellos), fumar un cigarrillo junto a
“Los tulipanes”, de Jeff Koons, observando
“Mamá”, de Louise Bourgeois, y
“Los Arcos Rojos”, de Daniel Barren, del Puente La Salve.
Y, por supuesto, los momentos compartidos en la cocina y en el salón de Elena, el café con gusto a canela, los lazos de hojaldre, las rosquillas, el chocolate negro y los chupitos de Jack Daniels (dos kilos me he traído de recuerdo, posados, como siempre, donde menos deseo).
Un viaje que, sin duda, repetiré en breve.