Después de algo así como 25 años he vuelto a París. Tenía muchas ganas de hacer este viaje que ya había sido pospuesto hace poco a causa de la erupción de aquel volcán islandés de nombre impronunciable que dejó a media Europa colapsada durante el mes de mayo. Esta vez la cosa iba en serio y, aunque el volcán nos hubiera vuelto a hacer la pascua, llevábamos preparado un plan B para evitar quedarnos aquí.
Como siempre que se visita una ciudad tan grande como París, es preciso ir provisto de calzado cómodo para patear sus calles y ésa ha sido la esencia de nuestra estancia, ir de un lugar a otro sin descanso. El resultado: todavía ando con agujetas y con dolores en los píes… pero ha valido la pena.
Ha sido un viaje breve, tan sólo 3 días, que no nos ha permitido visitar la ciudad en profundidad. El grupo de personas que íbamos, todos compañeros de trabajo, era grande y la mayoría de ellos no la conocían, las visitas, pues, han estado orientadas a ver lo más significativo de la ciudad: la Tour Eiffel, el Louvre, Nôtre-Dame, el obligado paseo en “bateau” por el Sena, le Sacré Coeur, la plaçe du Tertre y las callejuelas de Montmatre, el Moulin Rouge y Pigalle, la Madeleine, Trocadero, les Champs de Marte, les Tulleries, la plaçe de la Concorde, les Invalides, l’Opera, les Champs Elysées, la plaçe de l’Etoile, les Galeries Lafayette… nos han quedado muchas cosas por ver, el tiempo y las grandes distancias en esa gran urbe no daban para mucho más. Por todas partes turistas y más turistas, París en primavera está abarrotado de gentes de procedencias muy diversas, todos los colores de piel y todas las culturas del mundo reunidas en unos cuantos lugares… El bus turístico ha sido nuestro gran aliado a la hora de desplazarnos, aunque el metro también nos ha ayudado y, por supuesto, los zapatos han sido los protagonistas más destacados.
Cosa extraña en la ciudad del Sena, la climatología se ha mostrado muy generosa con nosotros ya que durante toda la estancia no ha caído una sola gota de agua a pesar de que la noche anterior a nuestra llegada estaba lloviendo a mares y en el traslado al aeropuerto de regreso volvió a hacerlo. El sol no ha brillado en exceso, eso también es verdad, pero no tener que recurrir al paraguas ha sido un alivio y las suaves temperaturas primaverales han hecho más llevaderas las largas caminatas..
De todas formas, regreso del viaje con una ligera sensación de desencanto, París ya no es la ciudad que era, o al menos, la que yo recordaba. Sigue siendo una magnífica ciudad, la amplitud de sus plazas y “boulevares” es algo impresionante, como lo es también la monumentalidad de sus edificios, tanto públicos como privados. Pero París ha envejecido en estos años y el “glamour” cuesta de encontrar. La mayoría de escaparates de las tiendas se ven provincianos y faltos de clase, no hablo de las grandes marcas, por supuesto, que siguen estando, evidentemente… me refiero más bien a las tiendas normales y corrientes, a los restaurantes… La mayor sorpresa ha sido ver que París no es una ciudad limpia, las calles tienen papeles y colillas, los baños de los restaurantes son feos y anticuados, el metro ídem de lo mismo… la “ciudad de la luz” ya no brilla tanto y por todas partes se respira decadencia.